Y entonces... sucedió.
Se enamoró.
Cuando menos quería.
Cuando más lo evitaba.
Provocó un holocausto en sus venas
y la inspiración comenzó a arder entre sus manos;
le prendió fuego a sus miedos,
derribando todos los muros que,
con cuidado y cautela,
había ido construyendo ladrillo a ladrillo
durante el devenir de su existencia.
Y ella los hizo caer
con una sóla de sus ráfagas de risa.
Así.
Sin más.
Ahora le tocaba a él
reformar sus propios cimientos.
Recoger las cenizas del incendio
del pasado.
Y dejarlas flotar
para
siempre
en el mar de aquella mujer de sal
que le había
devuelto
a
la
vida.
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