Me lamo las heridas.
Saben
a salitre y a dolor.
A salitre y calor y sudor.
Me acurruco entre mis pensamientos
negros y un olor púrpura
que gobierna mi almohada.
Respiro con el pulmón derecho,
porque el izquierdo
consuela al corazón
y lo acuna entre sus brazos.
Siempre le susurra
la misma nana:
“No huyas, amor.
No te escondas
tras el hedor
de un pasado podrido
plagado de aflicción”.
Sentir lástima
es de cobardes,
y yo estoy cansada
de regocijarme
en la huida.
Escudriño entre las sábanas
motivos para quedarme.
Razones que me encadenen
con ternura a tus pestañas
y a tu pecho roble.
¿Y si ahora
me abro de piernas
pero te oculto
mi prosa insomne?
Quizás así,
tú tampoco salgas huyendo.
Quizás así,
mis labios trémolos
no te asusten.
Que ahora necesito rezarle
a algún dios
que me enjugue las lágrimas
y me empuje hacia delante;
que me depure las entrañas
y me anime a perdonarme.
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